“¡Ahí no, Morgana!” –exclamo con firmeza siguiendo los consejos educativos que tuvo la gentileza de explicarme su veterinario.
Mientras voy en busca de la lejía y me pongo los guantes para desinfectar la zona cero, observo al animal mirándome fijamente con las orejas en punta, las pupilas dilatadas y el hocico húmedo, señales que me advierten que se encuentra en estado de máxima alerta.
“¡Ahí, no!” –repito tratando de grabar en su reducida cabecita esta frase que tanto teme.
Imaginad mi sorpresa cuando, al levantar la vista hacia el fregadero, descubro una cucaracha más negra que la pez y más larga que un día sin pan, que se cobijaba tras un vaso sucio con la flaca esperanza de pasar desapercibida.
Rápida como una flecha, y sin darle tregua al enemigo de toda ama de casa que vela por la integridad de los suyos, vuelvo a subir a mi gata al mármol que se encuentra al lado del fregadero para que concluya su limpio trabajo.
“¡Morgana, cógela!” –pongo el grito en el cielo mientras voy al cuarto de la limpieza a por el spray de turno para acabar con todo bicho viviente: bacterias, miasmas, gérmenes, otros microorganismos, la cucaracha y la gata si se tercia…
A mi vuelta a la cocina, spray en mano, encuentro a Morgana encima de la cocina reteniendo, con la frialdad de un felino y la elegancia de un gatito doméstico, al enemigo bajo una pata.
“¡Buen trabajo, Morgana! ¡Buen trabajo!” –murmullo para mis adentros mientras me percato que las antenas del bichito estaban en un sitio, tres patas en otro y el cuerpo inmóvil bajo una garra del felino más valiente que pude recoger de la calle una noche de verano.
“¡Ya está bien, Morgana, abajo!.. ¡Abajo!” –vuelvo a murmurar mirando con repulsión los restos del encuentro entre mi linda minina y un bicho que simplemente pasaba por allí para hacerme entender que posee la astucia necesaria como para burlar todas las trampas que eché bajo los armarios, confirmar que todavía no sé por donde narices se cuelan, pero evidenciar que a un gato el instinto no le falla por muy vago que sea y por poco ejercicio que haga.
Para concluir, después de limpiar con absoluta escrupulosidad, mármol, fregadero, cocina y suelo, me dirijo a Morgana para agradecerle con una caricia que su falta estuviera justificada, mientras elucubraba la siguiente moraleja:
“No hay que precipitarse ni juzgar por las apariencias. Puede que peguemos una palmada a quien, consciente o inconscientemente, sólo esté echándonos una mano”.