Hacia la mitad de esta fantástica película de Martin Scorsese, cuyo escenario son los años 50, surge un insólito diálogo entre el director del hospital psiquiátrico de Shutter Island y el protagonista. El primero le asegura al segundo que el mundo es violento y hostil porque Dios ama la violencia, alegando que, por el contrario, no se explica cómo existe tanta violencia, crueldad y, en guerra, esa lucha terrible entre los hombres por la supervivencia.
El protagonista, que vive atrapado por miedos y traumas del pasado (liberó el campo de Dachau al caer el Tercer Reich comprobando la realidad más cruda de un campo de exterminio nazi, imágenes que vuelven a su recuerdo una y otra vez como perfectos fantasmas), lo niega sabedor de que no se puede culpar a Dios de las acciones humanas más deleznables cuyos hombres son los verdaderos responsables.
Este pasaje me lleva a una reflexión: siempre necesitamos un culpable y resulta fácil y cómodo (sobre todo para aquellos que se declaran ateos, curiosamente) responsabilizar a Dios de nuestros actos de egoísmo y ansias de poder. Esta respuesta no es más que una burda evasiva, una salida hacia ninguna parte o una excusa para salir como verdaderos inocentes de nuestras propias acciones.
Es obvio que Dios nos hizo libres, su amor nos concedió el libre albedrío y nos dotó de inteligencia para saber discernir entre el bien y el mal… ¿Por qué se le responsabiliza sólo del mal? ¿Por qué no ven su rúbrica en esos actos que brotan del corazón y nos hace algo más que humanos, actos como la solidaridad, el amor o la compasión?
Es obvio que en la historia de la humanidad el mal parece ser la mano imperante, pero la explicación a este hecho es sencilla: muchas personas llevan una existencia vana donde impera el descontrol y el desequilibrio. Estas personas causan un mal evidente en otras por puro placer o egoísmo. Saben perfectamente dónde están los límites del bien y del mal. Sólo ocurre que por comodidad han escogido la peor opción. Opción que les generará un desastroso karma.
En fin, nos han hecho libres, a todos nos han dotado con las mismas capacidades por igual, el problema es que cada cual actúa según los dictámenes de su propia conciencia.
El protagonista, que vive atrapado por miedos y traumas del pasado (liberó el campo de Dachau al caer el Tercer Reich comprobando la realidad más cruda de un campo de exterminio nazi, imágenes que vuelven a su recuerdo una y otra vez como perfectos fantasmas), lo niega sabedor de que no se puede culpar a Dios de las acciones humanas más deleznables cuyos hombres son los verdaderos responsables.
Este pasaje me lleva a una reflexión: siempre necesitamos un culpable y resulta fácil y cómodo (sobre todo para aquellos que se declaran ateos, curiosamente) responsabilizar a Dios de nuestros actos de egoísmo y ansias de poder. Esta respuesta no es más que una burda evasiva, una salida hacia ninguna parte o una excusa para salir como verdaderos inocentes de nuestras propias acciones.
Es obvio que Dios nos hizo libres, su amor nos concedió el libre albedrío y nos dotó de inteligencia para saber discernir entre el bien y el mal… ¿Por qué se le responsabiliza sólo del mal? ¿Por qué no ven su rúbrica en esos actos que brotan del corazón y nos hace algo más que humanos, actos como la solidaridad, el amor o la compasión?
Es obvio que en la historia de la humanidad el mal parece ser la mano imperante, pero la explicación a este hecho es sencilla: muchas personas llevan una existencia vana donde impera el descontrol y el desequilibrio. Estas personas causan un mal evidente en otras por puro placer o egoísmo. Saben perfectamente dónde están los límites del bien y del mal. Sólo ocurre que por comodidad han escogido la peor opción. Opción que les generará un desastroso karma.
En fin, nos han hecho libres, a todos nos han dotado con las mismas capacidades por igual, el problema es que cada cual actúa según los dictámenes de su propia conciencia.