Parece un sugerente título para una novela de misterio, pero no lo es. Agapito Pazos había ingresado hacía mucho. En 1933. Hitler conseguía los plenos poderes, dimitía Manuel Azaña y en el dintel de la puerta del Hospital Provincial de Pontevedra encontraban un capazo en el que lloriqueaba un niño con problemas. Nunca más lo abandonaron. Y nunca más salió de aquel edificio. El hospital, con su trasiego de enfermos, iba a ser su hogar durante los siguientes 79 años. El sábado moría en su cama Agapito, el 'dueño' de la habitación 415, las cuatro paredes que fueron su minúsculo universo durante una vida larga que transcurrió en una escala distinta a la de los demás hombres.
Aquel niño abandonado de los años 30 con problemas motores en las piernas y en un brazo, discapacitado psíquico, iba a encontrar su vida en ese espacio. Una vida a su manera. La suerte (la poca que tuvo) quiso que aquel hospital fuera de beneficencia y que los médicos y enfermeros se ocuparan de él como una enorme familia. Más tarde, los tiempos modernos mandaron que su cama pasase a tener el uso normal para otros enfermos. Él no tenía porqué estar allí, aunque los médicos del propio hospital argumentaron que no podían sacarlo de aquel mundo. Tomó su tutela la Fundación Sálvora ( http://www.fundacionsalvora.org/ ), que se encarga del cuidado de discapacitados mentales en Galicia y gestionaba su pensión y sus cuidados.
Agapito creció junto a los demás enfermos. Primero, en habitaciones con veinte camas, después en una doble en la planta de Medicina Interna. Cuentan que, en todo ese tiempo, adquirió un sexto sentido para el estado de sus compañeros e incluso llegaba a avisar a las enfermeras cuando percibía el final en alguno de ellos. Con frecuencia, acertaba.
Aquel niño abandonado de los años 30 con problemas motores en las piernas y en un brazo, discapacitado psíquico, iba a encontrar su vida en ese espacio. Una vida a su manera. La suerte (la poca que tuvo) quiso que aquel hospital fuera de beneficencia y que los médicos y enfermeros se ocuparan de él como una enorme familia. Más tarde, los tiempos modernos mandaron que su cama pasase a tener el uso normal para otros enfermos. Él no tenía porqué estar allí, aunque los médicos del propio hospital argumentaron que no podían sacarlo de aquel mundo. Tomó su tutela la Fundación Sálvora ( http://www.fundacionsalvora.org/ ), que se encarga del cuidado de discapacitados mentales en Galicia y gestionaba su pensión y sus cuidados.
Agapito creció junto a los demás enfermos. Primero, en habitaciones con veinte camas, después en una doble en la planta de Medicina Interna. Cuentan que, en todo ese tiempo, adquirió un sexto sentido para el estado de sus compañeros e incluso llegaba a avisar a las enfermeras cuando percibía el final en alguno de ellos. Con frecuencia, acertaba.
De los años 30 al siglo XXI, la vida cambió ahí fuera. El mundo entero se puso a viajar y a cruzar fronteras y casi todos los españoles sabían lo que era un avión. Mientras, Agapito seguía en la 415, un puñado de metros cuadrados en los que se sucedían los compañeros de cama, la enfermedad, la muerte y también la solidaridad, las amistades, el cachondeo. «Era un universo muy pequeño, minúsculo, pero era el suyo», dice Alfonso Zuloeta, el presidente de Sálvora, que apunta a que, con todo, «había placidez» en él. «Siempre se comunicó con el mundo».
Los trabajadores del hospital estuvieron a su lado. Admiten que Agapito era testarudo, alegre, que le agradaba estar con la gente y le «pirraban» el chocolate y el queso, sus dos vicios pequeños en su pequeño mundo. También tenía un miedo grande: le aterraban las gaviotas que se acercaban a su ventana, hacia la que tenía orientada la cama. Desde allí veía, en su particular manera de contemplar el mundo por aquella pantalla, el jardín del hospital en el que se sucedieron para él 79 primaveras y otros tantos otoños.
El único viaje para ver el mar
Excursiones al patio y por los pasillos en silla de ruedas fueron sus únicos viajes, hasta que un celador quiso que conociera el mar, la inmensidad azul a la que se asomó en A Lanzada, en Las Rías Baixas. El celador ya falleció, así que nadie puede describir semejante momento. Fueron sus únicas 48 horas al exterior, al margen de la visita que hizo al aeropuerto, por aquello de ver los aviones por la ventana.
Llevaba adelante su propia economía. Antes de estar tutelado por la Fundación Sálvora, guardaba lo que le daban los pacientes y los médicos. Aquellas monedas iban a parar a una caja fuerte que guardaba bajo la cama. Cuentan en el hospital que una noche, un compañero de habitación vietnamita se la robó. Más tarde, los médicos le regalaron otra con sistema de seguridad que mantenía atada con una cadena, como su tesoro.
El domingo, esos mismos médicos y tutores, los familiares de su mundo pequeño y enorme, los únicos que tuvo Agapito, le acompañaban en su última excursión, esta vez a su propio nicho en el cementerio de San Mauro y su cama ya la ocupa otro paciente. Todos se preguntan si fue feliz.
Una historia alucinante. Tal y como lo describes yo creo que Agapito Pazos fue un tipo feliz y se sintió querido y tuvo ganas de vivir hasta su último día.
ResponderEliminarSaludos
Yo también lo leí en los periódicos y me quedé impresionada. Me alegro de que viera el mar.
ResponderEliminarMe queda una sensación interna de sentir humanismo en la manera cómo manejas este blog.
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