![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhYD9Os7iaKqFRRHVfN2rMopQYwiDhuVVAethXJT-45q6S-82iSvJewGpnNr7WAMIiPtN3ZiayRrUn3HF0YVrWzC04ouomvpg3zThZWG-4c76asujPEq_6AavDRIxPLj0yoNY2Dw3Lh-ts/s200/fjm0526-ancianos.jpg)
Esta señora, años atrás, fue profesora. Y por la dulzura de su voz, por su trato cariñoso y la delicadeza de sus gestos, observo que acertó en su decisión. Su pasión por los niños unida a su gran vocación para la enseñanza me hace suponer que ha tenido que tener una vida feliz, plena y realizada, pasara lo que le pasara. Aunque hoy viva con la nostalgia y eche de menos la ternura que inspira la fragilidad de un niño, la inocencia que evocan, esa sinceridad exenta de malicia con la que responden o se explican…
Me acerqué y oí su voz, dulce y embelesadora. Ella nunca nos recuerda, pero nos da igual. Da igual que siempre nos haga las mismas preguntas. Da igual que, a veces, mientras habla observemos cómo pierde el hilo de la conversación. No importa porque su actitud de amor maternal siempre nos envuelve como un arrullo que a los más mayores nos transporta a nuestra más tierna infancia. A esos años donde todo era perfecto y todos tus problemas se centraban en averiguar quién te robó el trozo de plastilina o la goma nueva.
–Qué lástima que una cosa tan pequeña –me dijo, de repente, refiriéndose a mi hija–, tan bonita, tan…. –se quedó sin palabras mientras la miraba y, dejando asomar un atisbo de tristeza en sus ojos, paseó su dulce mirada entre ambas y concluyó–: ¡Quién sabe lo que tendrán que pasar estas criaturas que ahora son así… tan frágiles!
–¡Qué razón tiene usted! –respondí observando a aquel pequeño cuerpecito, a aquel rostro diminuto, mientras pensaba en que algún día sería grande y tendría que enfrentarse a los múltiples sinsabores que la vida cotidiana nos depara.
En varias ocasiones he escuchado comentarios en contra de que vayamos acompañados por niños a las residencias de ancianos bajo pretextos tan desacertados como decir, sin más, que “no es lugar para niños”. Me entristece escuchar esto, la verdad. Aunque sean mayores y la mayoría sean muy dependientes, siguen sintiendo y necesitan relacionarse y recibir cariño más que nunca. No olvidemos que, aunque estén bien asistidos, se encuentran apartados de la familia y de todo por cuanto han luchado…
Puede que, en el fondo, lo que se esconde tras esas excusas no sea más que miedo. Miedo a la tristeza y a la soledad que nos evoca la vejez. Miedo a los achaques que ésta conlleva. Miedo a, algún día, tener que depender de otros. Miedo a muchas cosas que no debemos transmitir a los niños. Envejecer y morir es tan natural como ser concebidos y nacer. Es un proceso más del ciclo de la vida. No creo que haya más virus en una residencia de ancianos que en un colegio cualquiera, o, por ejemplo, en un autobús; ni creo que la vejez sea una enfermedad o algo de lo que avergonzarnos. Por lo tanto, mi hija y yo no dejaremos de ir. Nunca me he dejado llevar por comentarios o impresiones ajenas. Y deseo que mi hija siempre opte por hacer lo que su conciencia y su corazón le dicten.