Empiezo a plantearme seriamente si vivimos en
el siglo de la incongruencia, de la intolerancia o de la calumnia, porque de lo
que estoy segura es que éste no es el Siglo
de las Luces. Y comento esto porque internet es el caldo de cultivo de las
difamaciones por excelencia donde todos los extremos se tocan: entras en una
página de opinión cualquiera y, o está saturada de comentarios de panegiristas
dispuestos a dar su vida en favor de una causa, o nos topamos de bruces con las
incoherencias varias de detractores de todas, y en todas las materias posibles.
Y es que la sociedad está hecha unos zorros y en pleno siglo XXI parecemos
estar más divididos que en los tiempos de las dos Españas...
Quienes conocen mi blog saben que opté por
tener que moderar los comentarios de los lectores desde hace bien poco, pese a
que, antiguamente, la arriba firmante, como buena defensora de las utopías y la
libertad, no lo creía necesario. Pero como, lamentablemente, cuanto más acceso
a la educación hay en este país, menos educación parece haber, pues cambio mis
costumbres mientras me río de los que se manifiestan a favor de los derechos
humanos o la libertad de expresión, y, después, se meten en un blog de manera
anónima, dejan sus deyecciones en forma de palabras y salen volando. Así, con
inquina, sin dar la cara. Con cobardía, premeditación, alevosía y, quién sabe,
si también nocturnidad…
Lo cierto es que a la hora de ir de librepensadores
por el mundo, hablando de libertad de expresión y tal y cual, somos estupendos.
Pero que cada uno examine su conciencia y dictamine si actúa conforme a ella o primero
dice una cosa y luego hace otra. Porque a eso se le llama hipocresía, en mi
pueblo y en el de todo el mundo. Pues si exigimos libertad, respeto y todas
esas cosas bonitas, también tenemos que ser respetuosos y transigentes con
nuestros congéneres, ¿o no?
Muchos pensarán que he cambiado mi estilo o que
ando un tanto resabiada, pero no es así. Ni estoy enfadada, ni indignada, ni
voy a acampar en la Puerta del Sol. Simplemente se trata de hablar claro. Y resumiendo,
y yendo ya al quid de la cuestión,
resulta que, el otro día, sin ir más lejos, recibí un mensaje sobre una entrada
muy antigua de mi blog. Y para mi sorpresa, en el comentario a aprobar, un/a
inteligente anónimo/a me recriminaba el hecho de que dudara de la belleza
física de nada más y nada menos que… ¡Cleopatra VII! Tal vez su abuela o
él/ella mismo/a en otra reencarnación, ¿quién sabe? La molestia u ofensa sólo
se entiende desde la línea de sangre que le puede unir con el susodicho personaje.
El hecho es que al escribir esa entrada reparé en efigies de la época que no
dejan paso a la duda… pero no sabía ese/a señor/a que no se ofende a quien se
quiere, sino a quien se puede.
Pero no piensen que queda todo ahí. En su
afán por desprestigiar y ofender a la medida de su inteligencia, emprendió una
absurda revancha midiendo la calidad de mis libros y opinando sobre mis
objetivos editoriales, a la medida de la animadversión que le había provocado
mi artículo. Se me tachó de oportunista, de que mi problema era que envidiaba
la belleza de Cleopatra y con el claro objetivo de vender libros… je, je, je. Pero
no lo digo yo, no, ya lo dijo José Luis Figuereo, en una de sus últimas canciones:
“¡Qué malditas las palabras que se dicen
sin conciencia!”
Y no crean que ésta u otra sarta de despropósitos
me quita el sueño. En cualquier disciplina, todo autor sabe de antemano que vive
expuesto a toda clase de críticas. Es normal, no se puede gustar a todo el
mundo. Pero yo pienso que hasta para criticar se debería ser elegante, aunque
no estemos en el Siglo de Oro, y
(¿por qué no?) también un poco románticos y distinguidos con nuestras diatribas,
aunque no vivamos inmersos en el Romanticismo
más Becqueriano. Porque señores: se
están perdiendo las formas, el respeto y la dignidad. Y tampoco lo digo yo… ¡lo
dijo Cleopatra VII! (¡Es broma!)
Y con el humilde propósito de reparar el daño
causado por mis desafortunados escritos a ofensores y ofendidos, a bellezas
reales y legendarias, aún en detrimento de los poetas y románticos de todos los
siglos, por atreverme a hurgar en su género, ahí va un poema para que el que no
encuentro ni título que definirlo pudiera.
Hasta
donde me lleva mi osadía
jugué
con placer con las palabras,
a
sabiendas que con las letras no se juega,
forjando
universos infinitos
para
esparcimiento de lectores exquisitos
ávidos
de aventuras y de hazañas…
Juzgué
sin saber que juzgaba,
ofendí
sin saber que ofendía,
según
una lengua dispar...
Pero
sólo por amor y verdad,
por
justicia, honor y equidad
mis
escritos irradian rebeldía.
Burla
burda y siniestra,
puñal
que viene por la espalda,
verdugo
que sin rostro se ensaña…
aunque
no hay enemigo pequeño,
inútil
ponerle empeño,
pues
ni es persona ni es nada.
Y
como rebatir las becerradas
que
sueltan las mentes vacías
implica
aceptar la ofensa,
por ello
callé sin porfiar,
ya
que es saber ancestral
que dejar
pasar la tormenta
no
conlleva cobardía
y sí
desprecia al que afrenta.