martes, 18 de septiembre de 2012

CUANDO LA REALIDAD SUPERA A LA FICCIÓN

            Resulta que cuanto más hurgo en la historia más me sorprende la preponderancia, el orgullo y la soberbia de la raza humana. Detrás de unos hechos que superan con creces a los mitos o leyendas más sanguinarios, que ya me gustaría a mí que sólo fueran eso, casi siempre se esconde una realidad salvaje y descarnada. Hoy en día la conocemos como Historia y se enseña desde la tarima de cualquier colegio con naturalidad y de forma objetiva, pero si profundizamos en los hechos con mirada subjetiva descubrimos que absolutamente todo se ha ido escribiendo sobre renglones torcidos por la ambición, con letras negras por el dolor y sobre páginas color malva que nos sugieren que toda conquista o victoria deja atrás millones de vidas humanas, la mayoría inocentes, por la obstinación de unos cuantos personajes.
                Después de entrar en un análisis profundo sobre la actuación de la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial como base para erigir lo que es mi segunda novela (ahondando en la persecución y genocidio de judíos y otros grupos minoritarios de Europa y norte de África), reviví el sufrimiento de unas 11 ó 12 millones de personas sobre el marco de un hecho histórico terrible, de brutal envergadura. Seguidamente me topé con la Inquisición y lo que averigüé me sobrecogió. Nuevamente me movilicé en un viaje hacia lo más oscuro de nuestro pasado, visité el museo de Santillana del Mar, escalofriante lugar que alberga objetos y maquinaria de tortura del “Santo Oficio”, y me zambullí en la elaboración de otra novela. El Tribunal de la Inquisición, creado por el papa Gregorio IX para perseguir a los que ellos mismos denominaban “enemigos de la fe”, juzgó, torturó y asesinó a un número de personas imposible de precisar. Durante estos breves, pero intensos, recorridos por la historia estoy convencida de que todo, absolutamente todo cuanto podamos imaginar es superado por la realidad. Pues la realidad de nuestro pasado está asentada sobre cimientos tan innobles como lo son el fanatismo, el integrismo, la discriminación, la xenofobia, el racismo y todo lo que estos términos encierran y conllevan. Reiterando lo dicho, después de conocer los detalles más significativos de nuestro pasado, reciente o lejano, ningún triunfo me hace sentirme orgullosa ni me considero integrante de ningún bando, religión o ideología concreta.
                Recuerdo con estupor los conceptos erróneos que nos transmitían en nuestra infancia a través de películas de cine o tebeos. Veíamos películas haciendo distinciones entre malos y buenos, aunque todos fueran iguales y buscaran lo mismo, y respirábamos tranquilos cuando eran los “nuestros” los que ganaban. A los niños se les regalaba armas de juguete con las que luchaban, haciéndose daño por cierto, y bolsitas de patéticos soldaditos verdes de plástico con los que recrear las guerras y motines más sangrientos. Inconscientemente, quiero creer, la sociedad enseñaba la historia tal como era, como la conocían, sin reparar en que lo más acertado era terminar con antiguas y erróneas creencias transmitiendo verdaderos valores, desmitificando conceptos y derribando estereotipos.
                En la actualidad existen personajes que pasarán a la Historia pero, a diferencia de los referidos hasta ahora, entrando por la puerta grande. El pasado 18 de julio se celebró el día de Nelson Mandela, personaje icono de la lucha contra el apartheid en Sudáfrica. Esta conmemoración, para quienes conocemos los detalles, nos evoca muchas cosas, pero sobre todo una: el triunfo de la razón y la libertad sobre la soberbia y el despotismo colonizador. Porque no debemos olvidar que detrás de cada breve reseña histórica se encierra mucho más de lo que se cuenta. La figura de Mandela representa la lucha silenciosa, la resistencia pacífica, la esperanza de un pueblo discriminado que pasó de una dictadura segregacionista blanca hasta la democracia multirracial. Y a mí, al observar su imagen con detenimiento, me impresiona su sonrisa: tan sincera como impecable, para nada atenuada por el paso de los años. No encuentro ni un atisbo de rencor en sus ojos risueños; y su porte, allá por donde se encuentre, resulta intachable. Ha dejado bien claro que en su ya legendaria figura no hay nada fingido. Y todo aquel que haya visto “Invictus” habrá quedado conmovido al ver en escena la gran lección que un ser humano que pasó 27 años en la cárcel ha dado al mundo mientras se repetía a sí mismo que, pese a todo, era un hombre libre y el dueño de su alma.
                A lo largo del tiempo el hombre ha sometido, maltratado y asesinado por ideologías, creencias y ansias de dominación y poder. Y yo me pregunto, observando con recelo la experiencia que atesoramos: ¿qué sería de la raza humana sin el ejemplo y coraje de verdaderos héroes que, con dolor y lágrimas, lucharon por la justicia, la libertad, los derechos humanos y la democracia? Sólo cabe esperar que no haya sido en vano.