A los niños siempre nos han educado recurriendo a fantásticas fábulas, interesantes cuentos o asombrosas leyendas, con la finalidad de trasmitirnos la importancia de los valores que forman y perfeccionan al ser humano. Valores como el respeto, la amistad o el amor, por citar algunos entre una gran variedad de ellos. Historias que calaban en lo más profundo de nuestros pequeños corazones y nos animaban a ser considerados, amables, responsables y honrados los unos con los otros. Y es que no hay nada como el lenguaje simbólico como medio privilegiado para inducir a la reflexión además de ameno vehículo para la transmisión de la sabiduría ancestral.
El otro día recibí un sugestivo correo electrónico. Trataba de un breve cuento que, a través de la metáfora, mostraba las funestas consecuencias de la denominada “no conciencia” del ser humano, de su lento caminar y de esa pasividad ante los cambios sociales que, sin darse cuenta, pueden llegar a afectar a su salud, a sus relaciones personales y a su evolución como persona, así como al ambiente que le rodea. La historia nos acerca el siguiente supuesto: hay que imaginar una cacerola llena de agua fría en la cual nada tranquila una pequeña ranita. Un pequeño fuego se enciende debajo y el agua empieza a calentarse muy lentamente. Y de esta manera, poco a poco, se pone tibia, y como el animal la encuentra agradable… sigue nadando feliz y despreocupado. El problema llega cuando el agua está caliente y la ranita empieza a encontrarse cansada y sin fuerza para reaccionar. Es entonces, y no antes, al aumentar tanto la temperatura, cuando el animal se siente mal, se encuentra muy debilitado y no hace nada por escapar de la trampa en la que está sumergido. Y, finalmente, la temperatura alcanza tal intensidad que hace que acabe muriendo. Pero, detengámonos a pensar un momento: ¿qué hubiese pasado si la ranita hubiese caído de repente al agua cuando ésta se encontraba a 50º? Pues con toda probabilidad hubiera reaccionado con un rápido golpe saltando fuera del cacharro y, por consecuencia, salvando la vida.
Esta metáfora nos demuestra que cuando un cambio viene de un modo lento escapa a nuestra conciencia y no provoca, en la mayor parte de los casos, ninguna reacción, oposición o revuelta por nuestra parte. Por lo tanto, si observamos lo que sucede en nuestra sociedad desde algunos años podemos percatarnos que estamos sufriendo una lenta deriva a la cual nos habituamos. Muchas de las cosas que nos hubieran horrorizado algunos años atrás han sido poco a poco asimiladas, dejándonos indiferentes a ese cambio. En nombre del progreso, de la ciencia, etc., se efectúan continuos ataques a las libertades individuales, a la dignidad de la persona y a la integridad de la naturaleza lenta pero inexorablemente, con la constante complicidad de las víctimas inconscientes o, quizás, incapaces de defenderse. En los últimos tiempos, y tal vez como meros espectadores pasivos, observamos cómo se aprueban leyes como la del aborto mientras, por otro lado, nos enteramos por el Informativo que van a encarcelar a un hombre por pretender alimentar a su familia con producto de caza, o sea, por cazar conejos, como se ha hecho toda la vida. Y es que parece que las leyes no entienden de situaciones límite ni de crisis económicas, ni de lo que lleva a un padre de familia a lanzarse a la supervivencia antes que dedicarse a robar o cometer delitos mayores. Pero esto no angustia a quienes no les falta el sueldo a final de mes. Por eso, a quienes sí nos importa, deberíamos unirnos y reivindicar todo aquello que nos preocupa aunque no nos afecte directamente. Pues las previsiones que nos ofrecen para el futuro en vez de suscitar reacciones y medidas preventivas, no hacen más que prepararnos psicológicamente para aceptar las decadentes y dramáticas condiciones de vida que nos esperan a algunos y que tanto está afectando a otros muchos. Por lo tanto, deberíamos elegir si, como ocurre en la metáfora de la ranita, preferimos concienciarnos y actuar o, por el contrario, dejarnos cocer. Sinceramente pienso que aquellos que aún no estamos cocinados deberíamos dar un enérgico salto antes de que sea demasiado tarde.
El otro día recibí un sugestivo correo electrónico. Trataba de un breve cuento que, a través de la metáfora, mostraba las funestas consecuencias de la denominada “no conciencia” del ser humano, de su lento caminar y de esa pasividad ante los cambios sociales que, sin darse cuenta, pueden llegar a afectar a su salud, a sus relaciones personales y a su evolución como persona, así como al ambiente que le rodea. La historia nos acerca el siguiente supuesto: hay que imaginar una cacerola llena de agua fría en la cual nada tranquila una pequeña ranita. Un pequeño fuego se enciende debajo y el agua empieza a calentarse muy lentamente. Y de esta manera, poco a poco, se pone tibia, y como el animal la encuentra agradable… sigue nadando feliz y despreocupado. El problema llega cuando el agua está caliente y la ranita empieza a encontrarse cansada y sin fuerza para reaccionar. Es entonces, y no antes, al aumentar tanto la temperatura, cuando el animal se siente mal, se encuentra muy debilitado y no hace nada por escapar de la trampa en la que está sumergido. Y, finalmente, la temperatura alcanza tal intensidad que hace que acabe muriendo. Pero, detengámonos a pensar un momento: ¿qué hubiese pasado si la ranita hubiese caído de repente al agua cuando ésta se encontraba a 50º? Pues con toda probabilidad hubiera reaccionado con un rápido golpe saltando fuera del cacharro y, por consecuencia, salvando la vida.
Esta metáfora nos demuestra que cuando un cambio viene de un modo lento escapa a nuestra conciencia y no provoca, en la mayor parte de los casos, ninguna reacción, oposición o revuelta por nuestra parte. Por lo tanto, si observamos lo que sucede en nuestra sociedad desde algunos años podemos percatarnos que estamos sufriendo una lenta deriva a la cual nos habituamos. Muchas de las cosas que nos hubieran horrorizado algunos años atrás han sido poco a poco asimiladas, dejándonos indiferentes a ese cambio. En nombre del progreso, de la ciencia, etc., se efectúan continuos ataques a las libertades individuales, a la dignidad de la persona y a la integridad de la naturaleza lenta pero inexorablemente, con la constante complicidad de las víctimas inconscientes o, quizás, incapaces de defenderse. En los últimos tiempos, y tal vez como meros espectadores pasivos, observamos cómo se aprueban leyes como la del aborto mientras, por otro lado, nos enteramos por el Informativo que van a encarcelar a un hombre por pretender alimentar a su familia con producto de caza, o sea, por cazar conejos, como se ha hecho toda la vida. Y es que parece que las leyes no entienden de situaciones límite ni de crisis económicas, ni de lo que lleva a un padre de familia a lanzarse a la supervivencia antes que dedicarse a robar o cometer delitos mayores. Pero esto no angustia a quienes no les falta el sueldo a final de mes. Por eso, a quienes sí nos importa, deberíamos unirnos y reivindicar todo aquello que nos preocupa aunque no nos afecte directamente. Pues las previsiones que nos ofrecen para el futuro en vez de suscitar reacciones y medidas preventivas, no hacen más que prepararnos psicológicamente para aceptar las decadentes y dramáticas condiciones de vida que nos esperan a algunos y que tanto está afectando a otros muchos. Por lo tanto, deberíamos elegir si, como ocurre en la metáfora de la ranita, preferimos concienciarnos y actuar o, por el contrario, dejarnos cocer. Sinceramente pienso que aquellos que aún no estamos cocinados deberíamos dar un enérgico salto antes de que sea demasiado tarde.
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